2007 Abril

Al final del túnel, Marisa (Parte I)

Se preguntó cómo la casa que había construido con tanto cuidado se desmoronó sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Con dolor estiró el brazo derecho y dibujó pequeños triángulos en la tierra. Recordó que por la mañana había recogido frutos silvestres  y que al regresar notó que entre la cueva y la casa había una distancia apenas perceptible. Fue entonces cuando todo se vino abajo. El polvo se metió hasta el último rincón de la cueva y las llantas que sujetaban el techo de zinc rodaron ladera abajo y las pequeñas columnas de madera se quebraron y las astillas se clavaron en la tierra y en su brazo izquierdo tumbándolo bruscamente, dejándole espacio tan sólo para los pequeños triángulos que ahora dibujaba sobre la tierra.

“Todas las figuras pueden construirse a partir del triángulo” pensó “pentágonos, hexágonos, circunferencias”.

Intentó darse la vuelta, entonces se dio cuenta que la columna del lado derecho también se había trizado aprisionándole el tobillo. El dolor era grande. Desalentado se dejó reposar sobre la tierra en medio de los triángulos. El sueño lo envolvió enseguida. Una sensación de hundir el rostro en un agua tibia lo refrescó. Levantó la cabeza bruscamente y observó que el techo de zinc también desmoronado tenía un sello. Pero no, no podía ser un sello. Apoyó el codo derecho en la tierra y tiró todo el cuerpo hacia adelante, con dolor … un poco más. Su cuerpo se movió arrastrando los pedazos de columna que tenía incrustados. Un … poco … más … uf. El dolor era grande, pero desde ahí podía ver el sello del techo de zinc: una tela de araña, a la final un sello y en su centro una hermosa araña verdosa, estupefacta, apenas detenida en el eje de los polígonos concéntricos que se propagaban como una onda formando una enorme, increíble red de materia vegetal prolijamente elaborada.

Empezó a llover.

“Afortunadamente” pensó, levantando la cabeza y abriendo la boca lo suficiente para atrapar unas gotas de agua.

La lluvia cesó al instante y él sintió que los párpados le pesaban enormemente como los pedazos de columna incrustados en su brazo y en su tobillo.  Se estiró como pudo sobre la tierra y durmió profundamente.

No supo cuánto tiempo permaneció así. Sin duda algo había ocurrido porque ahora los pedazos de columna incrustados en su cuerpo ya no lo ataban al suelo, permanecían incrustados en el brazo y en el tobillo, es cierto, pero ya no lo mantenían tirado sobre la tierra. Se levantó. Observó con cuidado los pedazos de madera en el brazo y en el tobillo: estaban perfectamente incrustados, tanto que parecían formar parte de su cuerpo. Pensó que si intentaba extraerlos sangraría, lo cual no era una buena idea dado que ahora sólo sentía dolor pero no había hemorragia. Con un cuchillo cortó los extremos irregulares y comprobó que pasando la mano por el brazo y el tobillo heridos apenas se percibía la incrustación de los pedazos de madera. Caminó remontando la pierna derecha y comprobó que la razón por la que se había venido abajo su vivienda era un desmoronamiento de tierra sobre la boca de la cueva.

“Es el fin” pensó con tristeza y aspiró lentamente el aire de la montaña.